BUMER – BANG

El decidido intento de socavar la repercusión que había tenido el acontecimiento había fracasado. No existía la posibilidad del desdoblamiento.
Justamente era dos y podían dialogar abiertamente sobre el asesinato y todos sus morbosos detalles rojizos, ahora que estaban lejos.
Para salir de la ciudad buscaron el ropaje del silencio y la cofradía los acompañó desde el intermitente recuerdo. Economizaron las reacciones y no elevaron más que al susurro sus comentarios. Las puteadas quedaron dormitando con el cadáver en el ropero.
Paco temblaba histéricamente y sudaba, por descargarse. Se frotaba nerviosamente las manos, casi hasta sacarse la piel. Juan Antonio, con su pañuelo a lunares, ya había engrosado la cuenta de sus muertes y de su banco.
El tiempo era aritmético; la valija, geométrica; el arma, angular y la mirada de ambos, oblicua. El gatillo, combado y el disparo de la muerte, puntual.
No cabía un alfiler entre los disfraces de mujeres y las pelucas y los maquillajes, que destripaban el cierre lateral de la valija. Ocasionalmente, se establecía un paralelo entre ese momento y el de la abultada barriga agujereada a quemarropa: la ceguera inevitable del ciego cadáver, de la res colgada del perchero, pasto de las hienas, llanto de nadie, de ninguno, de nada, de solo la muerte franca haciendo su trabajo.
Entraron con violencia. Lo tumbó Paco de un manotazo. “La piña que le metí en la cara me lastimó el nudillo, pero le volé todos los dientes al gordo hijo de puta”.
Bajaron la alfombra – el paquete - , lo metieron en el Ford y cerca del depósito de cubiertas quemaron todo. Juan Antonio gozó porque lo odiaba más que nadie. Paco estaba encariñado con el tío todavía, porque lo había tratado bastante bien, pero la sensiblería no resultaba redituable. Cantor de óperas en el baño, gordo hijo de puta, estaba respaldado por los judíos en negocios de blanqueo. Eran demasiadas virtudes para dejarlo vivo.
Llegó la frontera, los últimos tragos de vino, el cigarrillo… Y por fin la radio, con el ruido apaciguado de las ruedas hasta la explosión del Ford en la noche.
En la trama de las decisiones, la frontera significaba algo importante porque el ritmo febril de las rotativas de la imprenta publicaría todo en primera plana, obsesivamente, con lujo de detalles, pero ellos ya no estarían.
Organizados y minuciosos en la precipitación pesadillesca, Paco y Antonio podían parecerse a las instancias más sublevadas de una personalidad agresiva que estaba matando a su superyó; o podían homologarse directamente con un par de testículos gigantescos que odiaban profundamente al “gordo pene” que por su herida escupía semen en la cara de una noche despiadada, en el alfombrado pubis que los hacía contraerse, sudar, disfrazarse de mujeres para pasar la frontera y llegar, por fin, llegar.
Imposible descubrir el destino absoluto que jugaba con el fuego. Las balas podrían haber sido de fogueo; esa, una espectacular filmación cinematográfica; la explosión del coche, una agigantada percepción del fogonazo de una lámpara de querosene al prenderse una luz en la cabaña perdida en la montaña. O, sincrónicamente, el disparo de un cazador nocturno.