Un día desperté y ya no estabas

Por Federico Tártara
Lito tiene la cabellera teñida de un amarillo algo opaco, y una camiseta de Argentinos Juniors, bastante percudida, pero eso no importa pues lleva en su pecho la firma del más grande. Cuando pasamos el último cacheo, de los policías con escudos y miradas fijas y expectantes, casi enemigas, Lito se quiebra en mil pedazos. Llora como un niño, al que se le caen los mocos. Camina con su novia, que le da poca bola. Ella también está tildada. Lo rodeo con mi brazo, sin conocerlo, y le digo: “No eh.. ahora no, ahora fuerza, hacelo por Diego”. No me contesta, sé que está en trance. Se acercan unas chicas con alcohol en gel. Sigue la policía por todos lados. Y, ahora, los cantos se escuchan tan lejanos. “El que no salta es un inglés”, ya no causa igual. No sé cómo, brota un silencio espantoso. Nos disponemos en una fila de a uno en uno, y hacemos un pasillo. Reparo en el símbolo de luto, en el arco de la Rosada. Camiseta de todos los equipos, se me hacen del interior del país. Viene un tipo de trajes: “Celulares al bolsillo. Respeto a la familia”, no grita, pero ordena y todos le hacemos caso. Acá, parece que me duermo, no recuerdo más. Solo una pantalla (¿algo para tomar la fiebre?) y una mujer de rulos rubios, que mira hacia el suelo. Me despierto, ya pasando frente al cajón. Lito se aparta, como que pasa lejos, con distancia de la valla. Su novia, aún más lejos. Tengo la gorra del club y la promesa de Malvinas. Empiezo a gritar desaforado: “Hasta la victoria siempre, Diego”, y así como loco, tres o cuatro veces, quien sabe.
“Gracias por los pibes de Malvinas, Diego”, y hay ruido y noto que viene Alberto y extiende una bandera de Argentinos Juniors, y que la acomoda. El pasar frente a Diego, es como cuando la cámara filma y no se detiene, es ir captando fotogramas a la carrera. Miró a uno de seguridad, y me mira como: “¿que vas hacer?”, y en ese segundo de mirada me da a entender que no me dejará hacerlo. Tiró la gorra como un boomerang, y pasa entre su brazo y la valla, a una altura mínima y se pierde en la montaña de camisetas, al otro lado, donde ya descansa, y para siempre, nuestro Dios.
Un país corre con vos
Son las 4.20 del 31 de Octubre de 1993, un día después de tu cumpleaños número 33. Sos joven. Ese día, Argentina jugará el primer partido del repechaje contra Australia. El TV Hitachi negro, de tan solo 12 pulgadas, emite un chirrido similar a cuando los equipos argentinos juegan en Japón. Blanco y negro, por supuesto. Hay tormenta en Beruti. Tengo puesto el pijama celeste, y me armo el mate. Iré como una docena de veces al baño. Mi padre, cuando le cuente a las horas, reirá por ese detalle. “Los nervios”, dirá. Lo cierto es que el día anterior, le pedí su reloj despertador a cuerdas -con el que se despierta para la fábrica- para no perderme nada. Sin embargo, faltan como dos horas y ya estoy arriba. Estoy pensando en él. Sentí todos sus movimientos desde el Mundial ´90 en adelante. Me dolió horrores el penal contra Yugoslavia, lloré nervioso contra contra Italia. Ya para esa altura, miré de refilón la noticia del departamento de Caballito, y nadie me pudo explicar bien que era lo que pasaba con Diego. En el noticiero lo noté que caminaba, muy angustiado, casi llorando y me dieron ganas de ir a abrazarlo. Pregunté, nuevamente, que pasaba y me contestaron: “Sos muy chico, para saberlo”. Diego sale a la cancha, tan decidido. Hay que verlo en su cuerpo, parece que se sale de sí. Lo fuimos a buscar, todos los argentinos y argentinas, para que nos lleve al mundial. La única verdad es la realidad.
El día del partido contra Colombia, se cantó “Maradó, maradó”. Y vuelve, porque sin tí la vida se va, Diego. Y a partir de ahí, la locura. Tenerte en tu figurita. Saberte tan cerca con ese gol contra Grecia, verte con esa picardía ante Nigeria. Y después, todo se apagó. O sí, o no. Porque ahí nomás esa patada a la pelota tan fuerte en La Bombonera, cuando amagas con una, y le pegas con la otra, cuando millones de papelitos caen sobre tu cuerpo, y tenes ese mechón teñido…
...la puta madre mi querido Diego.
Todo con afecto
Sí hay algo que me traje de Beruti, y que también me traje de mi infancia es escuchar el programa de radio “Todo con afecto”, de Alejandro Apo. Por siempre, todos los sábados, desde hace ya varias décadas. Ahora, estoy en la pensión de 3 y 43 de La Plata, cerca de la terminal. Es sábado, claro. Tengo una radio que cuesta siempre sintonizar. Puedo, a partir de lo que sucedió, determinar el día, pero no el año. El año puede ser 2003 o 2004, no mucho más. Estoy solo. Me duele la panza. Es un día gris, horrible. No sé si estoy con resaca o si extraño a mares a mi familia. Creo que son las dos cosas. Lo tengo puesto a Alejandro, hay algo raro. Está dando como muchas vueltas para decir, para hablar. Mucho misterio. Yo no reparo, no sé bien que día. La radio no sintoniza bien, y sé, ahora me doy cuenta, que algo histórico está por pasar.
-Feliz cumpleaños Maestro, dice Apo.
-Gracias Alejo, dice Diego desde Cuba.
Me tomo la cara con las dos manos, y me largo a llorar tan fuerte que preocupo a la gente de otras habitaciones. Está. Siento su presencia, lo escucho, lo grabo en mi memoria. No lo puedo creer desde el 2000 en La Pradera de La Habana, con contadas apariciones, con algo de TV. Y ahora esa voz, tan apagada por momentos, tan calma, tan reflexiva que aparece, que se me aparece por la radio.
-Yo le quiero decir a los argentinos, dice Diego, esa frase de comienzo tan característica en él.
Ahí me doy cuenta casi, de lo que es la vida, y de cómo se logra sentir algo tan especial. La sorpresa, la emoción, el saber que está y la felicidad que te alegra como diez años más. Por mi profesión, volví a cruzarme a Apo varias veces, pero nunca pude preguntarle por esa nota. Sí la tiene, sí la recuerda. Sí recuerda que la voz de Diego aparecía como suave, lenta, y tan mágica. Sí recuerda que esa voz aparecía como la primera vez que hablas por teléfono, y sentís que si recorres el cable la encontrás. Así fue ese momento. Nunca te voy a olvidar.
Y mientras tanto el sol se muere
Una vez que pasábamos frente al cajón. Tomo una valla con las dos manos y la zamarreó fuerte, y tiro un puntapié de bronca y dolor. Nadie me dice nada, estoy dentro de la Rosada. Lito sigue estropeado, se agarra de la pared. Su novia, también. Giramos y hay una señora tendida en el suelo, la abanican. Está su chiquito al lado. La rodean unos cuatro hombres trajeados. Salimos y el sol pega como nunca. No quiero caminar más. Me quiero tirar al piso, y llorar, solo hacerlo. El barbijo me cubre, y me da cierta intimidad. Ahora ya me arrastro, y en eso me choco con uno de San Lorenzo que está en el piso, literal. Destrozado. Lo levanto como si levantará una bolsa. No tiene fuerzas para nada, y nadie puede simular eso. Que carajos está pasando en este mundo, me pregunto. Lo llevo a la sombra, casi a la rastra. No se bien como hago, pero de algún lado saco fuerzas.
Camino y salgo del vallado en la Catedral. Me siento sobre las planchas negras que siempre están ahí para cubrir el templo. Viene la policía y me quiere sacar. “No me rompan las bolas”, les contesto y miro para otro lado. Después me miro mi remera de Diego del Mundial 86, para efectivamente corroborar que Diego está llorando, como me pareció hoy a la mañana, cuando la vestí. Al lado, está sentado, pero sin apoyarse del todo un motoquero, de los que trabajan en mensajería. Me doy cuenta por su indumentaria, y por el casco en su mano. Manda audios apagados y sentidos, cuenta todo al detalle. Transmite dolor. Me mira de reojo, lo siento.
-Nunca voy a olvidarte Diego, nunca, le dice anda a saber a quien.