Que se vaya la peste

Por Diego Tiseira
Imagino a la infancia en una ronda. Acá, en esta plaza que ahora es toda blanca. Una infancia de ojos cerrados y manos abiertas que recibe imágenes y las mezcla adentro de este círculo de zapatillas sentado como chinito. Una infancia que bracea por los bordes de la mente y que pueda decir, que ese ruido de llaves enormes que se chocan es el sonido de un xilofón, o de un timbre de una casa en una galaxia de cartón.
Imagino a una infancia que imagine, porque yo no veo otra cosa que lo que salta a la vista. Una boina que baja de una camioneta y que a paso firme tira propiedades por el aire y las vuelve a tomar entre sus dedos, las casas y los deptos que regresan a la mano segura de su dueño.
Las llaves de la infancia nos invitan, abren puertas, ventanas y caminos que nos llevan a lugares donde no existe la gravedad, donde no hay ni llaves ni manos que se cierran.
Imagino unas preguntas que salen de la ronda, conferencia de prensa en las baldosas. Una vincha violeta con su mano levantada que pregunta por qué cantan el himno estas personas enojadas.
Una rueda de prensa delirante, que se inquiete ante la imagen repetida de calzados, se sweters, de banderas argentinas. Una investigación muy exhaustiva que concluya, determine, que no hay trama, que no ovilla, la lana en los pullóveres finitos.
Que bajen de los árboles personas que repartan poesía en papelitos, palabras como balas que dispersan, poesía lanzada con gomeras ante el odio que pasea en camioneta.
De repente llega la pregunta en bicicleta. Una mujer me dice qué pasa que están tan enojados. Hago silencio, enojados dijo, a mujeres y a los hombres, se dibuja una mueca que piensa acá no hay lugar para el rulito, que se vaya a otra parte el caracol amigable de las letras. Enojados, masculino, es la correcta.
Se escucha el apellido del cronista, este es… anotan nombres en el aire, no se olvidan, están acostumbrados a las listas, miran por encima, levantan el copete, como gallos en pelea, en una riña.
Logran sacarme de la rueda de la infancia. A los gritos, desde enfrente, un señor de bigotes gruesos determina qué imágenes tiene que llevar esto que se escribe. A su lado, una mujer hace un buen intento para que se vaya la tensión. No te das cuenta… que te está haciendo un chiste. Celebro la estrategia, la verdad no me di cuenta, pero el señor bigote grueso lanza un alarido con mano levantada. Qué va a ser un chiste, qué va a ser un chiste repite, ante su compañera contrariada.
Llega en bicicleta otra pregunta. Y ahora qué quieren dice señalando a las banderas argentinas por los hombros. A las bocinas furiosas que dan la vuelta al perro en trenquelauquen. Y se suma alguien más, que pregunta qué festejan, y el hombre que había preguntado señalando a las banderas le responde, salió campeón Argentino. Y contra quién jugaba, se escucha la pregunta de respuesta en una esquina de guiños pueblerinos, donde anda el humor y pedalea.
Después del himno, alguien recuerda amplificado que el eje de la marcha es la república, así, por la república, y se aparece una imagen que flota como un globo, burbuja de Me Enoja donde caben “los jueces removidos por Cristina”, “la cuarentena más larga es argentina”, la corrupción, los valores, la cultura del trabajo, el dólar por supuesto, infaltable, un mezcladito de intereses delirantes.
Antes del himno, dos pibes, camisetas amarillas, se echaban el sábado en sus caras. Se fueron, como hicieron las cotorras, a beber la tarde a otro lado, lejos de bocinas y zapatos.
No hay nadie en la fuente de monedas. Esa ranura de esperanza que se abre de espaldas a un río sin agua. Tres deseos, nada más que tres deseos, surge una voz de picardía desde la vincha de color toda violeta.
Entonces:
Algo urgente. Que la plaza vuelva a ser de las cotorras y de los pibes que se fueron, camisetas amarillas, que estaban de cara al sábado abrazados a la araucaria.
Que la peste se vaya en camioneta. Con sus llaves y las manos bien cerradas.
Que la ronda se transforme en una murga, entre pinos mascarillas y bailes de colores, y adentro de la fuente la matanza, unas patadas al odio y la avaricia.
Eran tres, me dice sonriente, la violeta, anticipándose a mi trampa que desea una plaza de la infancia, patas para arriba y de colores como reverso a esta, toda blanca y sin brillos ni motivos.