BLANQUITA

TXT: Federico Tártara
Ilustración: Nacho Arts.
En realidad no me sorprendió la corrección porque algo así ya me había pasado. Recuerdo que le dije: “¿Que le paso en las patitas?” y él me contestó: “No, tiene quebrada la cadera”. La perrita era una lanudita preciosa, llamada Blanca. El viejo estaba sentado afuera, medio desabrigado. A los segundos noté que había tomado vino. El aliento.
La perrita se movía en una especie de triciclo, que tenía atado con unas barras y cintas. Lo hacía con una destreza que emocionaba y, entonces, en ese momento parado en medio de la vereda de calle Iriarte, miré ansioso para todos lados, invitando a que miren de lo que era capaz, Blanca.
Le pedí la pizza, y el viejo se levantó con mucho desgano, y tambaleante. El local olía a cebolla salteada de punta a punta, y cuando el viejo cerró la puerta, yo me volví y la abrí. Blanca miraba desde afuera.
-¿De que queres, pendejo?, me dijo el abuelo.
Me reí nervioso. No podía creer, en segundos el viejo mutó del amoroso que sostenía la vida de Blanca a bardearme sobre el coraje de los bebedores. Que hijo de puta.
-¿Cuanto la especial?, pregunté.
Ahí apareció Carmen, también en pedo. Y con lengua dormida por pastillas. Es fácil detectarlo, porque hay algo que cae del labio y las palabras suenan muy aletargadas.
-Hola lindo, ¿te vas a comer una pizzita?, me descansó.
Ahí ya me costaba entender todo. Carmen lucía un pelo largo y bien negro. Tenía los hombros caídos. Y estaba de musculosa. Tendría unos 45, y se mantenía muy bien. Sus ojos brillaban, y me miraba fijo y se amacaba sentada en el freezer.
-Soy nuevo en el barrio. No conocía esta pizzeria. Esta pandemia cuando parara, ¿No? Que el mundo se ha vuelto loco, dije y segundos después hubo un silencio que me invitaba a irme a las corridas. Permanecimos callados un buen rato más, y opté por sentarme en un rincón. No se porque pero todo ahí, olía a peligro.
-Ah, la comes acá, dijo el abuelo.
-No, no, me senté para espe....
-Carmen tráele un mantel al muchacho, que come acá.
-Jeje, pasa que me están esperando, mentí.
-¿Quien te va a esperar a vos? Mira cómo tenes el bigote todo crecido, dijo el vejete.
Estaba bastante perdido, y ya era muy difícil zafarme. Pensé en pedirme un litro de birra, pero sabía que eso podría empeorar más las cosas. Por ahí un vaso de vino tinto, por ahí simplemente pararme, sin mirar atrás, encarar la puerta, abrirla y caminar. Tranqui por la vereda. Que tanto che, era muy simple. Era como había venido. Pero el viejo dominaba la escena.
-Blanquita, duerme afuera, pregunté con la sola intención de contagiar ternura. Cómo diciéndole que también me gustan los animales, que tengo una gata que se llama Masha y que una vez por semana a una cuadra de ahí le compro alimentos.
El viejo hizo que no me escucho. Al rato vino con la pizza y un porrón de birra.
-Pasa que yo no bebo, le dije.
-¿Por qué?, gritó Carmen desde el mostrador.
-Porque soy sensible.
El abuelo se rió tan fuerte que escupió todo el vino, antes de tragarlo. Después se paró, y sacó el arma y la puso en la mesa.
-Vos me tomas por boludo, me dijo el abuelo.
-Señor, me parece que me confunde, le conteste.
-Carmencita, el hombre dice que miento.
-No, no, no le entiendo.
Y ahí arrancó con todo.
-Vos pasas siempre por acá, te pensas que no me doy cuenta que te queres llevar a Blanca. Venís te haces el boludo, hablas pavadas, boludeces, te pedís una pizza y si yo me distraigo te me la llevas a Blanquita, mi perrita hermosa.
Carmen asintió, y mientras bajaba la pera se prendió un pucho. Sentí que me desmayaba. Blanquita afuera, en su triciclo, esperando al próximo boludo que se compadezca de su cadera quebrada. Y entre por una pizza.