Ayahuasca en Leticia

Por Jorge Cornejo.
Dejaba Santa Rosa en un barco que prometía hundirse a cada sacudón, a cada grado de fiebre que sentía en mi cabeza y me decía que solo los giles y los ignorantes se meten en el Río amazonas sin siquiera una aspirina. En el puerto de Tabatinga, moribundo, conocí a dos franceses. Los tres nos hospedamos en el mismo hotel familiar. Fumábamos porros, tomábamos cerveza en el hotel y salíamos a caminar, no había mucho para hacer. También vagábamos por los fondos de las casas hasta Leticia, la parte colombiana. Los vecinos acostumbrados nos miraban indiferentes, no representábamos ningún peligro. Una de las tardes en las que crucé hasta Leticia desde Tabatinga me topé con un platense que había visto en Yurimaguas, Perú.
En la plaza de Leticia nos hicimos amigo de un artesano que nos preguntó si habíamos tomado ayahuasca. Ninguno de los dos había tomado y yo ni siquiera lo había pensado para ese momento. Ahí nomás nos comentó de una bruja que vivía a dos horas de Leticia en uno de los barrios alejados del centro que preparaba y convidaba a sus invitados, previa ceremonia. Nos entusiasmó a tal punto que después de un par de horas de comernos la cabeza, nos dijo que conocía a dos motocarristas que nos podían llevar hasta la casa de la bruja y que por muy poca plata podíamos tomar ayahuasca y presenciar la ceremonia, que era tan significativa como la ingesta de la ayahuasca. Esperamos y llegaron dos motos con sus correspondientes conductores asidos con sendos cascos que nos pusimos y dimos marcha hacia un lugar desconocido a dos horas de Leticia, metido en uno de los barrios aledaños a la selva colombiana.
El viaje, que se inició al atardecer concluyó ya entrada la noche, por una ruta estrecha flanqueada por la selva que animosa se metía por la ruta y nos hacía chocar con los cascos las ramas que golpeaban anunciando que nos estábamos metiendo en un lugar ignoto, conducidos por dos choferes sin rostro alentados por un jipi que nos entusiasmó a puro porro un par de horas antes. Después de dos horas de viaje frenaron las motos junto a una cancha de básquet con una luz que explotaba por sobre uno de los aros, mostrando así parte del playón y el enrejado de alambre de la cancha. Era una esquina ciega que sólo se alumbraba con aquella luz potente. Llegamos al frente de una casa de barrio, igual al resto, igual a todas. Como un barrio del IPV (Instituto Provincial de la Vivienda).
En el living nos esperaba la hija de la bruja. Ella nos dijo el nombre de fantasía de su madre y no la nombro bruja sino chamana. Esto lo hizo al nombrarnos una página web china que financiaba a su madre en sus investigaciones místicas. No recuerdo el nombre ni de la página ni de la chamana. Las ceremonias se realizaban en el fondo. Atrás había una casa de palos con techo de palma. A un costado un baño del mismo tenor y atrás de todo ese mundo de palma y palos, la selva. Una vez sorteada las primeras ramas entré en la casa de palos y pude dimensionar aquello.
Estaba en la selva. Simulado todo eso por una casa sacada de cualquier barrio argento. Parecía un sueño, uno de esos que no son pesadillas pero que nos lamben el cachete del limbo a dos pasos del infierno. Adentro estaba la chamana, una mujer vieja como la ayahuasca, sentada en el piso con las piernas cruzadas. Amable y abuelosa nos indicó el lugar que teníamos que ocupar y nos presentó al resto de los asistentes. Había un hombre cuarentón con su hijo de 7 años que lo estaba iniciando en la ingesta de la ayahuasca; ese día no tomaría pero lo llevó para que presenciara la ceremonia. Un hombre práctico como pude observar, se manejaba con soltura dentro del lugar y conocía a la chamana, quien a su vez lo trataba con familiaridad. Él y su hijo eran los únicos que no estaban en el piso sino acomodados en una hamaca paraguaya. Había un joven de unos 20 años, morocho y flaco. Asustado y cadavérico estaba entre la chamana y el padre con su hijo. Frente al joven había un hombre de unos 60 años. Robusto, de camisa y panzón. Miraba con serenidad y alguna reserva todo aquello aunque después pude entender que ya había tomado antes y creía de lo que de allí pudiere surgir.
La Iluminación es una de las características de la ayahuasca según había escuchado de un brujo en Iquitos y de lo que esa noche la chamana me dio a entender. La Iluminación como velo que se corre de algo sucedido; algo que no podríamos ver si no fuera por efecto de la lianas y otras hierbas. Había iluminaciones de la infancia que tendían aparentemente a convulsiones de orden sicológico y que había que elaborar de lo contrario se corría el riesgo de no poder zafar y quedar boqueando ante lo evidente, ante ese pedazo de mundo que llevamos escondido a fuerza de miedo, hipocresía, traumas, una serie de posibilidades que me animaban a dejar todo esa fiesta y llegarme hasta algún bar y llenarme de cervezas, y dejar ese mundo místico lleno de riesgos sicológicos que no estaba dispuesto a soportar. Finalmente nos dio una cofia a cada uno de los presentes, nos tiró por arriba talco y apagó la linterna que tenía en la mano.
Comenzó un soliloquio monocorde acompañado del golpe de unas ramas atadas a los fines musicales. Las oraciones y los cánticos de la chamana me habían elevado algunos centímetros de mi razón, sujetada, pedestre. Más algunos puntos de sugestión ya no necesitaba más que la voz de esa mujer para poder abrir o destapar alguna puerta, o salir de mi conciencia por alguna ventana a la selva colombiana y lidiar temerariamente con los animales dueños de aquel lugar. Pero no. La ceremonia recién comenzaba. Había que tomar la ayahuasca. Uno por uno tomó de un cuenco un poco del brebaje. Una pasta acuosa y amarga. Pude sentir cómo ingresaba por mi cuerpo y cómo una intoxicación in situ, si cabe la expresión, estallaba en mi organismo sin contemplaciones dejándome tirado (sentado), apoyado sobre la pared viendo como filtraba la luz del farol desde afuera que proyectaba en las paredes como la sombra de una persiana. Así quedé escuchando nuevamente las oraciones, el susurro monocorde de la chamana.
Luego de unos minutos nos preguntó uno por uno cómo nos sentíamos; nos alumbraba con su linterna y se quedaba hasta que veía alguna respuesta verbal o física. La mayoría respondió que se encontraba bien, aunque estaba claro que los más afectados éramos el porteño y yo con miedo a la espera de alguna Iluminación que nos rompiera la armonía, algo que nos saque todo aquel tedio. Debo confesar que me abracé a la razón, a la escolaridad formal, a todo aquello que había vivido de manera consistente y concreta, nada de suspensión nada de duda, era un tipo decidido y resuelto a no levantar mis pies místicos de aquel piso de palos. Me resistía a abrir nada de nada, ni puertas ni ventanas, simples aberturas eran tapadas de inmediato por mi psiquis y mi espíritu católico, estaba lleno de hipocresía religiosa que me insuflaba el espíritu de pragmatismo, escudado en un Dogma de Fe ciego. Así pude evitar cualquiera Iluminación impertinente. Lo que no pude evitar fue la resaca inmediata que me causó la ayahuasca; aunque zafé sus consecuencias más célebres: cagar y vomitar. A mi porfía religiosa había que sumarle el miedo a desgraciarme delante de todo ese mundo desconocido. Luego llegó la calma. De uno en uno la linterna se paseaba acompañada de la voz de la chamana que consultaba y ofrecía otro trago de ayahuasca.
Mi amigo porteño repitió y también el cuarentón. El hombre panzón y de camisa no tomó pero si el joven cadavérico. De esta dupla escuché lo que sigue: el joven cadavérico era empleado del hombre panzón de camisa. Este joven había robado una máquina a su jefe. Una vez que su jefe se enteró del hecho fue a increparlo. De ese apriete el joven no pudo salir airoso y quedó como único responsable. A su favor, y esto es lo verdaderamente increíble e inverosímil, el joven manifestaba frente a su jefe que no recordaba a quién le había entregado la máquina o dónde la tenía escondida. Resacoso, sentado en el piso apoyado en la pared no lograba entender que el hombre panzón había llevado al joven esa noche al encuentro de la chamana a tomar ayahuasca porque pensaba que una vez que el ladrón bebiera del brebaje podría por fin recordar, iluminarse, y poder ver al fin ese rostro, ese lugar en el que había dejado la máquina robada. El joven dispuesto a dar pelear, incluso con ayahuasca y todo se resistía a dar detalles del lugar, hasta que la chamana preguntó si deseaba tomar otro trago y, dirigiéndose al hombre panzón, preguntó si una vez que supiera el destino de la máquina denunciaría el ladrón cadavérico. El jefe, quizás un poco cansado aseguró que no haría la denuncia, él solo quería recuperar su máquina. Milagrosamente, esta confesión destrabó lo que la ayahuasca no había logrado. Entonces el joven dijo ver algo. Sí, definitivamente ahora recordaba el barrio, la casa y a quién le había dado la máquina. Por su parte el cuarentón pidió permiso y salió al fondo de la casa, a la selva misma a vomitar sin remilgos. Regresó, se lo veía en perfecto estado.
La ceremonia concluyó tarde, sin saber cómo regresar, salimos de la casa rumbo a la cancha de básquet, la luz era sorprendente. Como dos borrachos mirábamos la luz que nos enceguecía, mirábamos la cancha, el enrejado. Pensando ingenuamente que un colectivo podía pasar nos acodamos al enrejado cuando vimos que pasaba silencioso y despacio el hombre panzón en su camioneta. Nos subimos atrás y viajamos cerca de dos horas haciendo vacío atrás en la camioneta, mirando las ramas metidas en la ruta, murmurando alguna canción de la niñez, con resaca, borrachos de ayahuasca.