Las balas del adiós 

Secciones - Especiales 25 de mayo de 2020 Por Federico Tártara
En la década del ´60 Beruti vivió su esplendor: la cosecha de los ricos suelos franco-arenosos, juntaba gente de todos los pueblos. Las vaquitas siempre ajenas como de costumbre, pero se destacaba el trabajo manual. Para salirse del sol a sol se organizaban fiestas en carpas armadas con lonas pegadas a los ranchos. Un muchacho se obsesionó con una mujer, y no dudó en pelar un pistolón de su abuelo, y mandarse la cagada de su vida.  
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Por Ignacio Studer/ Dibujante e Historietista.

Por Federico Tártara/ Periodista. 


Don Cúnica mordió el cigarrillo armado y así evitó que se le caiga de sus labios, ya quemados. Durante esas largas horas de la tarde, sus dedos mochos y renegridos, venían presionando con sobrada habilidad las teclas blancas de una verdulera Paolo Soprani roja y negra traída del piamonte italiano en 1908. Cuando levantó la mirada notó que el muchacho -que estaba parado en la puerta- estaba armado. Entonces dejó de tocar. 


Pegado a su silla, “El ciego” Leandro, descansaba acodado en su bandoneón bajo la compañía de su querido sobrino “El Negro” Novillo. La rara polvareda nubló la visión del centenar de peones y hombres de trabajo de campo que no reconocían en la secuencia una de las narices aguileñas más famosas del pueblo. El rostro del joven parado en el centro de la escena recibía de costado una luz que se filtraba por la puerta de la carpa: como una especie revelación divina o, mejor, como las que alumbran a los personajes de circo.    


-yjuniunagranputaaaaaaaaaaaaaaa, dijó Jorge y estiró la garganta, dejando en evidencia su rabia que se traslucía en un rostro púber y atomatado.     


Sin bajar el chumbo avanzó dos pasos, y barrió con el arma, ida y vuelta, buscando al hombre que acaba de humillarlo en pleno baile. De la nada empezó el griterío, y los que estaban en los bancos largos y sin respaldo se cayeron -por el vino y por el cagazo, en medidas iguales- y tanto cayeron que cuando sentaron el culo en tierra ya estaban a salvo, y fuera de la carpa prestos para emprender la retirada a tranco largo. La mujer intentó interceder pero el arma invitaba a desestimar todo movimiento. Todo indicaba que Jorge estaba a segundos de mandarse la cagada de su vida. 

Cosecha grande


La historia tiene su punto de arranque con la década del ´60, ahí en Beruti. En esos años el pueblo crece, y se moderniza. Ese apogeo de la fábrica camina de la mano con el campeonato del ´64: Villanueva, el Negro Gallia, los hermanos Forteis, Maceo, el Mota Blandi, ese recordado equipo de figuras. Ahora con el paso de los tiempos la ecuación cierra fácil, crece la fábrica, crece el fútbol. Salimos campeones. 


Fueron también los tiempos de la “Cosecha Grande”. 


El máximo para estar en el campo era de quince días, y aún lo sigue siendo. Ya después de eso no hay puchos ni nada que aguante tanto tiempo. Es necesario volver al pueblo, buscar el contacto y tomar vino acompañado. Antes de emprender este paso fundamental para cada peón, sin embargo, había que pasar sin excepción por un lugar: la peluquería. Se podía optar por dos cortes: “sacado de pelusa” o corte de cabello. Casi todos también se afeitaban a la navaja y después recibían como si fueran duques esos paños calientes en ambos pómulos. Miguel Palombo, era uno de los peluqueros más viejos de Beruti, famoso por su habilidad para el corte con la navaja. También por esos momentos sacaban pelusa Ruben Salame, Diego Ortega y Ernesto "Teto" Razzetto. 


En realidad lo que sucedió durante esos años -en lo que seguramente también hay responsabilidad de los CINES- es que empezó a jugar fuerte la pinta, la facha y la competencia estética con los visitantes de otros pueblos y campos vecinos. Eso se ponía en juego a la hora de los bailes en el Prado Español y en los salones de los clubes de fútbol GIAT y La Luisa. También se salía a bailar afuera: Paso, a Madero, a Pehuajo, y Trenque Lauquen. 


Y dentro de este contexto sucedían estos bailes en estos ranchos, en las carpas de lona gruesa camionera donde se bebía vino de damajuana y se cantaba a grito pelado canciones de amoríos dispares. 

Mi Primo Jorge era un buen tipo, sucedía que era muy malo para bailar: malísimo. En ese momento, en el momento en que pasó este asunto que apareció con el pistolón era un buen muchacho. Y como todo, buen muchacho, vivía con muchísima energía diaria, bien arriba y con ganas de comerse el mundo. Todo el mundo lo sabe: no hay hombre que tenga más fuerza y tozudez que un muchacho enamorado. Con esa obsesión de batirse a duelo con otros caballeros por una mujer y creer en esa maldita idea de que las mujeres tienen dueño y que se las puede obtener a punta pistola. 

El rancho de la Negra

Los borregos estuvieron, desde temprano en la mañana, acarreando leña para el rancho. Lo hacen porque les prometieron poder estar en la fiesta que se está por armar. Ya las conocen. Comen asado donado y se cagan de risa con las pavadas que hacen los mayores, muy borrachos. Están todos juntos en un rincón, aunque medio escondidos. Tienen prohibido acercarse a alguna de las mesas, solo les permiten estar y nada más. Si los ven los sacan a patadas en el culo, literal. 


La lona verde del camión sale desde la cocina, y siguiendo la pared blanca y de adobe sube y sube, luego se hace tan larga que dobla en espacio al rancho que le otorga el nacimiento. La puerta está hecha con dos palos gruesos y uno cruzado arriba, atados con piolas. Con la cancha que existe entre los alambradores partícipes de la fiesta, cualquiera de ellos puede hacer esa obra de arte en apenas minutos. Una cortina le pone el punto final a esta carpa que nada le envidia a la que emplazan los mongoles en la estepa asiática o la que levantan el ejército argentino en sus ejercicios de campaña. Adentro hay mesas y bancos largos, lado y lado. Al fondo, en una tarima que no está para nada firme, la orquesta. Tienen un repertorio celebrado y aprobado, basado en milongas y rancheras. 


Hoy, tocó un costillar donado. Y unas achuras. En la fiesta pasada un peón desconocido por todos los asistentes cocinó una cabeza de vaca al pozo. Otro día cayó otro que pretendía probar un nuevo producto para aflojar cañerías, que había salido recientemente promocionado hasta el hartazgo en una de las revistas del ramo. En mitad de la fiesta fue hasta la cocina a pedir un trapo y anunció que la bomba tiraba agua como nunca. Terminó en pedo y se durmió en mitad de la tarde con la cabeza en un plato, y la barba manchada. 


Cuenta un testigo: “Era una de esas típicas tardecitas de otoño, cuando los días se acortan. Todo indicaba que iba a venir un invierno seco y helador, pero no importaba porque en aquellos años, todo se aguantaba. Iban llegando gente de los campos vecinos, era tiempo donde todo se hacía manual. Mucho trabajo en las estancias vecinas. En las estancias se ocupaba mucha gente: trabajo de a caballo, trabajo de a pie, si bien no era mucho lo que se ganaba, pero lo que importaba era lo que iba para la parrilla. Tocó un costillar, y unas achuras, cabeza de la vaca al pozo. Este lugar no era un boliche normal, cada uno se tenía que llevar lo que tomaba: varias damajuanas. Y listo”.   

Ni el tiro

La cara del Primo Jorge volvió a desdibujarse cuando notó que dos de los apuntados reconocían, pese a la gran distancia, que ese chumbo no tenía gatillo. El muchacho también miro el pistolón. Bajó el arma y uno de ellos intentó tomarlo del cuello, pero otro se lo impidió. Quien había hecho que más de un centenar de personas quedaran en silencio, no dejaba de ser uno de los chicos más conocidos y queridos de un pueblo. Y tiempo después, varios confirmaron, que en realidad conocían la historia y los defectos de ese Pistolón, pero querían que el Primo Jorge tuviera una escena de película, como esas de cowboys que proyectaban en el Club La Luisa. A la mujer nadie le preguntó nada.