LA LIBRETA

Secciones - Especiales 17 de mayo de 2020 Por Por Federico Tártara
Manolo cae profundamente, se persigna y se sienta en su cama. Se toma fuerte del pelo y grita. Afuera nada, solo el silbido del viento y los ladridos encadenados de perros. Ya son largos años de silencio, de soportar los balbuceos, las miradas, las provocaciones. Nunca supo expresarse y, desde su rostro, sabía que tan lejos quedaban las palabras. 
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Por Ignacio Studer/ Dibujante.

Por Federico Tártara/ Periodista


Pocos son los que saben que cuando la línea de trenes Sarmiento pasa por el pueblo de Beruti hace una curva única en el mundo. Un damero, dicen los especialistas. Esta obra de ingeniería, combina ingenio para que el trazado ferroviario se escape de la zona de las lagunas. Digámoslo claro, la vía dobla porque sino termina en el agua. 

Es por esta curva, justamente, que la estación de trenes aparece repentina, como elevada, mirando al frente. El viejo edificio es una casa sencilla con varias habitaciones, y un alero de chapa verde, sostenido por tres pilares. Es algo único en el mundo, de verdad. Es un espectáculo pararse, en dirección al almacén de Zoppiconi, y desde ahí ver cómo va entrando primero la máquina, y después cada uno de los vagones, como si fueran de juguete.    

La tarde, esta tarde cualquiera de un invierno del cincuentaypico, fue cayendo serena, desde que pasó el tren que trae las frutas, a eso de las cuatro. El último servicio del día. 

Ahora, sólo se escucha el traqueteo de los motores de la fábrica textil GIAT y BAT, que no paran un segundo, por los tres turnos diarios que se laburan, desde hace varios años. Perón fue derrocado, pero aún continúan los coletazos de sus políticas industriales.  

En ese lugar, único en el mundo, como dijimos, frente a la estación de trenes está por producirse un enfrentamiento “histórico” entre dos hombres, a primera vista desparejo… y que se ha demorado varios meses, incluso años. Como dicen en el barrio: “hace rato que se tienen ganas”.  

Los protagonistas de la reyerta: no se temen, saben cada uno que su oponente tiene un poco o más miedo que él otro. Y eso hace que los miedos se anulen, o que por lo menos no existan ventajas.  

De la nada, la noche se enciende. José María Velluti dispara 6 veces, con pésima puntería. Luego queda tieso, aunque su mano queda tamborileando en su revólver. 

Su oponente, tras los disparos, sólo percibe las luces del almacén de Zoppicconi, son dos diminutas ráfagas que ve, mientras su cabeza se balancea. Yace en el piso, aturdido; el policía que le acaba de disparar no se mueve. Todo sucede en segundos: un par de gritos, el deseo de que algo se termine y los estruendos que cortan de raso el silencio de las noches frías de la pampa húmeda. 

El tren y los sueños se han ido como siempre, la figura de la Virgen María aparece como única testigo del hecho, sin contar esos dos perros fieros que ni se inmutaron como si se hubiesen dado cuenta con denodada antelación que este pleito… era sólo cosa de ellos. 

Manolo se para y se toca, se frota sus gestos duros, nota sus ojos desorbitados. José lo pierde de vista por segundos, cuando lo vuelve a divisar, fuera de foco, ya está trotando por la calle Padre Castellaro, va hacia el fondo, donde allí ya casi no hay nada, o sí: su casa. 

El oficial de policía se arrepiente. Su gorra de milico está sobre las piedras de las vías, sus bombachas “breche” se van tiñendo de rojo, al igual que su chaquetilla azul.  

Sus pensamientos ahora ya no encuentran causas que justifiquen su acción. Atónito, se toma el estomago y nota que algo… cuelga. Piensa en lo peor, piensa en las carneadas, en la carne rasgada de los animales, en la sangre y en las tripas. Desbordado corre zigzagueando frente a los galpones, sale por la esquina de la fábrica donde está la quema de basura, lo de “Corvalan”, pasa frente al Hotel Moretti, hace una cuadra más hacia la panadería de Lasca, la tienda de Pinto, llega al Destacamento Policial.  

El comisario Miguel Micelline nota que un hombre golpea la puerta contra un cenicero de pie que a su vez choca contra la pared. Se sobresalta en su escritorio y –armado- camina hacia la entrada. Ya no hay nadie, pero el aire de quien pasó lo lleva hasta la cocina, ahí está el oficial Vellutti, quien al verlo explota en un llanto agudo. 

-¿Que pasa José? ¿De dónde venís? ¿Qué te pasó hermano?

-Lo maté, lo maté a Manolo

-¿¿¿Queeeee??!!

-Sí, sí, lo maté, lo reventé. 

-Pero… ¿Cómo?, ¿Qué pasó?, ¿Dónde está Manolo?

-Se fue para la casa.  


Las razones 

Quizás el gran descuido de Manolo haya sido lucir una barba tupida que le ensombrecía el rostro a cada paso. Lo volvía un ser de temer, una persona que sigilosamente caminaba las calles berutenses cuando faltaba poco para que la década del 60 agitara en logros y en cosechas, en un pueblo pujante del oeste bonaerense llamado Beruti. 

Era muy común verlo a Manolo en la esquina de San Martín y Mitre, con el pie apoyado en la pared, aguantando. 

Ida Sardi, cuentan, le acercaba un pan con mortadela cada tanto, que sin mosquearse el hombre comía con zar-pa-zos de di-en-tes. 

Manolo Corvalán tuvo las desgracias de los que buscan y no encuentran, hasta que otros lo hacen sin buscar nada.  

No es para nada difícil ubicarse en los tiempos donde suceden los hechos. Por largos años Beruti tenía un punto de inflexión bien marcado en su línea de tiempo: “la gran cosecha”. 

Sucede que por esos años, el cereal aún se embolsaba y venían al pueblo decenas de trabajadores que se quedaban por varias semanas: acampando con sus equipos de trabajo en la cancha de La Luisa, jugando partidas inmemoriables de naipes y… bebiendo, y bebiendo y bebiendo… entre canto y guitarra. 

Además del pecado de la barba, Manuel tuvo el de las libretas y las anotaciones. En su divague habitual escribía todo lo que veía. Esta práctica derivó en todo tipo de acusaciones: anota patentes para robos, anota chicas rubias para secuestrarlas, anota todo porque sabe cuándo será…EL JUICIO FINAL.  

Después de la balacera, nadie supo del destino de Manolo. Volaron, sí, por supuesto, todos los rumores, todos hacia un mismo y temido lugar: “el loquero”. 

Desde su rostro, sabía

Un hombre que no tiene otra cosa que un profundo terror, atraviesa la calle Castellaro al fondo. Es la única calle que hay. La única calle, que hay. La cruz del avión. Y enfrente del rancho, está la cruz. Ya pasado… Pasa más al fondo, ahí por donde está la quinta de Juan Ramón.

Su casa, en realidad, es una pieza, donde sólo hay una cama y un lavatorio; completan la escena un pequeño espejo torcido y a medio colgar. Sobre la pileta, una pequeña tijera, arriba de la mesa platos, copas y algunas velas. 

Manolo cae profundamente, se persigna y se sienta en su cama. Se toma fuerte del pelo y grita. Afuera nada, solo el silbido del viento y los ladridos encadenados de perros. Ya son largos años de silencio, de soportar los balbuceos, las miradas, las provocaciones. Nunca supo expresarse y, desde su rostro, sabía que tan lejos quedaban las palabras. 

Con su mirada recorre su casa precaria. Ve las paredes descascaradas, el piso oscuro, sus manos rojas. Mira hacia la mesa, agarra la libreta… se la empieza a comer.