Así maté yo a Darío Goldberg

Secciones - Especiales 12 de enero de 2020 Por NEP Cooperativo
Un cuento del escritor Juan Pablo Añino, para Diario Nep.
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Mi amigo de la infancia se llamaba Darío Goldberg. De niños jugábamos mucho a los "cow boys" y él siempre me ganaba y era más rápido que yo cuando salíamos de los escondites. Mi padre y mi madre solían dejarme largas tardes en compañía de la familia Goldberg. 

Pasaron muchos años. Crecimos. Darío siguió la carrera militar. Y no lo volví a ver. Me enteraba de las noticias a través de las cartas que me enviaba Inés, su madre. 

Yo me volví adicto a las drogas, tomaba alcohol y cualquier otra porquería que me pudiera meter adentro. Cierta vez, con un dealer árabe y un grupo de drogones nos fuimos a cazar liebres en una camioneta Ford F100 blanca. 

En tiempos de violentas luchas intestinas del país y en el marco del atentado a la AMIA, yo, Marcelo "Indio" Pra, desde la caja de la camioneta disparé contra una liebre. Pero debo admitir que había salido de caza drogado. En aquel momento vi caer el blanquecino y amarronado cuerpo de la liebre ladeándose a la derecha y estuve seguro de haber acertado el tiro. La noche era cerrada y oscura y, en verdad, era para mí una experiencia novedosa. Nunca había salido de caza y no acostumbraba a disparar la escopeta. En realidad, nunca lo hacía. 

Cinco años después, sondeando al azar este hecho en mi conciencia, regresé a la zona donde había ocurrido. Ubiqué el lugar adonde habíamos ido a cazar como al sector sudoeste de la ciudad de Carmen de Areco.

Soñaba que viajaba a comer asado con el dealer y la banda al campo donde siempre nos juntábamos a drogarnos y a comer un rico cordero o un lechón. Pero eso solo era el pasado lejano. Y la cacería había ocurrido después.

Me había recuperado de las adicciones hacía muy poco tiempo, luego de una larga y dolorosa lucha en donde tomé conciencia de las cosas de un modo cruento y cabal. La dignidad humana es capaz de hacer reflexionar el corazón de los hombres y algunos, como yo, pensamos en desenmascarar el ocultamiento de la realidad que generan las drogas, que es imprecisa de ver y de reconocer en el regreso de las experiencias del orden de los estados alterados, en el marco de la guerra entre narcotraficantes y policías y árabes y judíos. 

Siempre pensé que era simplemente una liebre contra lo que yo había disparado. Pero algo en mí me decía que aunque tuviera la más clara certeza de ello, me estaba autoengañando. Que en verdad era muy difícil de diferenciar para mí mismo, un vaso de agua de uno de lavandina. Y el tema me quemaba y me envenenaba. Por lo que hice serias investigaciones con respaldo del método científico y arribé a la conclusión de que esa noche, la cacería había sido una cacería humana. Que el que había muerto en el sudoeste de los campos de Areco era un hombre, no una liebre sino Darío Goldberg, mi mejor amigo de la infancia. La banda me había hecho disparar contra él. Por fin supe todo esto luego de hablar después de veinticinco años con su madre en Carmen de Areco. La hallé a través de una prima e Inés pudo contarme los detalles de la información que ella tenía acerca de la muerte de su hijo. Coincidían todos los patrones que yo había establecido como hipótesis y que pude confirmar de modo contrastado.

La vaga imagen de la "libre", cayendo de costado, volteada a la derecha, fue entonces un recuerdo que cobró luz y se hizo más rotundo: pude ver las pantorrillas de mi amigo desnudo, sus nalgas, parte de su espalda cocida por el escopetazo y aún así confirmada la historia, no di crédito a la verdad preguntádome por qué. 

Goldberg se desempeñaba como jefe militar de la zona sudoeste de Carmen de Areco en la lucha contra el narcotráfico y tenía ascendencia judía. Yo era un perejil, un adicto común. Me habían enganchado, loco, con una condena en suspenso, para subirme a la Ford para ultimarlo así, sin que yo mismo supiera lo que estaba haciendo. 

El hecho quedo archivado. Nunca nadie pudo explicar cómo ocurrieron las cosas. Por lo que, en todo caso, valga y quede en claro esta confesión, por Darío Goldberg, mi amigo, rematado y bien re-muerto porque la vida siempre da revancha. Y él, que de niño siempre me ganaba a los pistoleros con el revólver a cebita, esta vez perdió contra mí y por fin le pude ganar. 

                                      

Juan Pablo Añino Briozzo. Trenque Lauquen.2019.