Modus Operandi

Secciones - Especiales 09 de septiembre de 2019 Por NEP Cooperativo
Para el joven albañil, que vestía humildemente, y que había recogido un par de galletas marineras para paliar el hambre durante su detención, la suerte estaba echada. Sin imaginarlo, se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento gracias a los decretos recientemente sancionados por la dictadura
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Por José Luis "pepe" Berra/ Periodista 


La noche era cerrada. El camión se detuvo unos trescientos metros más allá del puente sobre el Saladillo, límite de la ciudad con el Pueblo Nuevo. El joven todavía no comprendía bien que su destino ya había sido firmado por el coronel Rodolfo Lebrero. El grupo de tareas, comandado por el oficial a cargo, el subteniente Jorge Rodríguez, lo llevó hasta las barrancas. Dicen que cuando escuchó cargar las armas, el prisionero sólo atinó a morderse el labio inferior. Ahora sí, comprendió que su final era inminente. De lejos seguían cuidadosamente la escena, otros dos oficiales, el mayor Carlos Riccheri y el capitán Luis Sarmiento, acompañados por algunos funcionarios policiales.


El subteniente dio la orden. Los fogonazos encendieron por un momento la oscuridad. Fueron tres tiros. El condenado apenas pudo vivar a su organización, antes de doblarse por los impactos. Le siguieron otros hasta que se desplomó. Aún con vida, Rodríguez se acercó para el tiro de gracia. Alguien del grupo, como queriendo expiar culpas, dijo: “Fue un valiente hasta último momento”. Cuando cargaron el cuerpo inerte, cayeron dos galletas duras y un giro postal para su hermano que vivía en Barcelona. Lo subieron en el mismo camión que lo trajo y en el cementerio de La Piedad lo enterraron como NN.


Los acontecimientos habían comenzado apenas unos días antes con el golpe de Estado. Le siguieron la declaración del estado de sitio y la implantación de la Ley Marcial. El día anterior al fusilamiento, una partida policial había allanado el altillo donde vivía, de calle Salta 1581. Encontraron un viejo mimeógrafo en el que se imprimían “proclamas insultantes para el ejército, con referencias a la dictadura militar, y con incitaciones a un levantamiento proletario”, según consigna un diario de la época.


En la redada, también detuvieron al compañero de vivienda y otro amigo que se acercó en el momento menos indicado. Los policías no solo se llevaron detenidos a los tres hombres, también se robaron 600 pesos que el muchacho tenía guardados y la totalidad de los libros que colgaban de un estante que hacía las veces de biblioteca. La literatura “subversiva“ -como corresponde- fue a alimentar una hoguera en el patio de la Jefatura.


Para el joven albañil, que vestía humildemente, y que había recogido un par de galletas marineras para paliar el hambre durante su detención, la suerte estaba echada. Sin imaginarlo, se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento gracias a los decretos recientemente sancionados por la dictadura. El diario La Capital (replicado también por El Litoral de Santa Fe) anuncian: “APLICOSE EN ROSARIO LA LEY MARCIAL A TRES EXTREMISTAS QUE IMPRIMÍAN MANIFIESTOS”. Curiosamente la noticia sale a la luz antes que la ejecución fuera llevada a cabo. Se habla de tres fusilados, cuando en realidad los otros dos compañeros detenidos fueron puestos en libertad. Uno se fue a Italia y el otro a España, donde pudo denunciar lo acontecido.

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Esta historia bien podría haber sucedido en 1956 con la fusiladora o en 1976 con los genocidas. Pero no. Ocurrió el 10 de setiembre de 1930, un puñado de días después que se inauguraran los golpes militares en el país. La víctima fue un obrero catalán, de 25 años, anarquista y llamado Joaquín Penina, al que apodaban “el canillita” porque andaba por las obras repartiendo sus panfletos de un mundo más libre. Fue el primer militante anarquista fusilado.


Y para conectarse estos acontecimientos incluso más con la dictadura genocida de Videla y Cía., el poeta rosarino Aldo Oliva escribió una obra llamada El Fusilamiento de Penina, este libro nunca llegó a circular porque la “Patota de Feced”, al intervenir la editorial de la Biblioteca Pública Popular Constancio C. Vigil, secuestró y quemó los cinco mil volúmenes impresos*.


No siempre la historia se repite como una farsa. Pero siempre los hechos se vinculan unos con otros; aún cuando, al decir de Rodolfo Walsh, los dueños de todas las cosas nos quieran hacer creer que cada lucha está separada de las demás gestas populares.

*En el año 2003 se recuperó un ejemplar de este libro y se lo volvió a editar en 2007.

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