Ciudad de Buenos Aires: una odisea por la multiplicidad

Derechos Humanos 01 de septiembre de 2019 Por Lila Magrotti Messa
¿Cuántas ciudades caben en una ciudad? ¿Qué significa espacio público cuando la población en situación de calle es de 7251 personas? ¿Cuando quienes gestionan la ciudad no reconocen este número, ni se alarman, ni parece importarles? ¿Cuándo los negociados inmobiliarios valen más que una escuela o un hospital o lo que sea? ¿Quién es la ciudad cuando se gobierna intentando desterrar a la historia para pasarle un metrobus por encima?
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Por Lila Magrotti Messa

Hay una Buenos Aires sucia de tanto limpiarse. Una Buenos Aires que parece estar batallando por ser cada día un territorio más violento que el anterior. Policías que matan de una patada en el pecho en nombre de un tránsito ausente. Empleados de Coto que muelen a palos a un señor mayor que se lleva aceite, chocolate y queso. La edad de imputabilidad no baja en los papeles pero el gatillo fácil o una vida cartoneando empiezan cada vez más temprano. Las infancias son un territorio omitido cuando no se tiene ni qué comer.

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La calle Corrientes que muta de peatonal a avenida de cuatro carriles según la hora pero mantiene sus tachos de basura sellados con el mejor de los sistemas, una tarjeta que aclare que no somos pobres y que no vamos a meterle medio cuerpo adentro para comer o cartonear lo que el barrio desecha. El piberío precarizado arriba de una bicicleta intentando lograr lo imposible, satisfacer a alguien que desea cosas detrás de una pantalla, llegar a tiempo en una ciudad siempre colapsada, siempre en obra, siempre voraz.

La fuerza policial que se reproduce exponencialmente como si fuera lo único con vida capaz de brotar, como si fuera el único espacio a donde el ajuste no ha llegado, como si fuera lo más necesario para respirar. El despliegue de sus armar largas y sus motos en plena Avenida Córdoba un día cualquiera, su presencia en cada lugar, su omnipresencia asfixiante. Codazos de subte y puteadas como manantiales, una Buenos Aires insaciable, altanera, meritocracia, territorio blanco, de traje y tacos altos, progreso y manzana de las luces. Una ciudad moderna, con armatostes que vigilan y cámaras 360, una ciudad muralla, frontera, expulsiva. Una ciudad Smart con un jefe de gobierno totalmente imbécil.

Existe otra Buenos Aires, una Buenos Aires memoria, una Buenos Aires que no mira al pasado como latitud despreciable sino como territorio posible, como espacio donde empezar a construir lo existente. Hay una Ciudad de Buenos Aires que carga con las marcas múltiples que el 2001 le dejó en los cuerpos, en las listas de ausencias, en las biografías, que recuerda en su sangre los titulares que culparon a la crisis de las muertes y aún le retumba el ruido sordo de las tripas vacías igual que las cacerolas bramando. Una Buenos Aires a la que el 2001 le dejó una pregunta ¿cómo se llega al hambre y a la miseria así de profunda, así de tenaz, así de naturalizada, así de violenta?

En esta otra Buenos Aires, en ese año 2001, un grupo de vecinxs de San Telmo se empezó a juntar en una plaza y a tramar como se pudiera una olla popular, para después hacer de un terreno una posibilidad, ponerle ladrillos y paredes al fuego colectivo. San Juan y Piedras es, para siempre, otra cosa porque La Asamblea Popular Plaza Dorrego se alzó en esa esquina. Esa otra ciudad de la quiero hablar tiene a esta Asamblea como nido, como nudo, como abrigo lazo entre tanta bala fácil y patada ninja vestida de uniforme. Ese otro territorio se trama los domingos, día de Olla Popular en la Asamblea.

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Una historia de esta Buenos Aires. El 25 de agosto después del guiso, después de la radio abierta que se hace un domingo por mes, desde la Olla Popular Guillermo Leckie se salió a pasear por las calles de esa otra Buenos Aires que existe, la mutante, la ciruja, la que se ríe abiertamente aunque le falten los dientes, la que ranchea en cada esquina, la que tiene pieles de todos colores, la que limpia vidrios con gracia y hace chistes mientras gana una moneda en el semáforo. Este paseo se llama Mutantur y es un afecto maquinado en conjunto por la Universidad Nacional de Avellaneda y la Asamblea Popular Plaza Dorrego.

El Mutantur es un circuito turístico armado y guiado por personas que significan la calle de distintas maneras, que vivieron o viven ahí, que la transitan, que la estudian, que la padecen, que la historizan, que le temen, que la aman. Esta vez el recorrido incluía la Plaza de Mayo, el Museo del Cabildo y la propuesta de pronunciar la palabra Patria como duda, como incógnita, como posibilidad. Con carteles que preguntaban ¿Y vos sabés quién es la patria? Y con otros que afirmaban que la ciudad es de-por-para todxs. El Mutantur es una apuesta por recuperar el derecho al turismo, trazarle preguntas al territorio como puntos de un mapa, abrirse a la sorpresa, es detenerse a leer las placas de los monumentos, es mirarle las patas a los caballos tiesos para poder pensar ¿qué me quiere decir este tipo de bronce con una espada?

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Después de avanzar y retroceder en la historia revisando el monumento a Roca, pensando en las palabras campaña, desierto, genocidio, monumento, patria, trabajo, militares atravesamos la diagonal para entrar en Plaza de Mayo. Espacio emblemático si los hay, pisar esas baldosas puede remitirnos a tantas latitudes de la historia, de la memoria, del dolor, de la lucha y de las victorias.

Las bombas, las patas en las fuentes, las madres, Malvinas. Una de las paradas pone a esta guerra en el centro, las cruces que poblaban parte de la plaza fueron removidas y en su lugar se colocó un monolito sin gracia, con la distancia que nos separa de las islas como una única información necesaria. Intentar vaciar la memoria no es un acto simple, está totalmente cargado de conflictos, nombrar Malvinas drenando el componente tumba de la guerra, las cruces, el resultado cementerio, lo sepultado, lo amputado, no es fortuito, es parte del plan sistemático para trazar olvidos pero también como modo de construir un tipo de memoria que no politice al pasado. 

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Cuando las Buenos Aires se encuentran. Era la hora de ocupar las tripas del centro de la Plaza cuando un efectivo de la policía de la ciudad nos dice que no vamos a poder pasar las primeras rejas que nos separan de la Casa Rosada porque habitamos pecheras y cargamos carteles, pero se olvida de dejar en claro los motivos rotundos, somos la negritud, lo cabeza, la gorrita, el bardo, la risa carnaval, somos una maraña extraña fuera de lugar. Se ve que estas maneras en las que existimos no nos alcanzan para atravesar esos barrotes que marcan una frontera real y simbólica a la vez. No podemos estar tan cerca de la casa de gobierno porque somos un elemento peligroso, subversivo, popular, humano. Las argumentaciones están a nuestro favor porque el 24 de agosto una muchedumbre blanca pudo pasar esas rejas con pancartas de confusa sintaxis y argumentos desagradables: “Democracia no lleva K ni F, va con M de Macri”, decía uno de los carteles de esa plaza como si la democracia fuera más una pedagogía lingüística de la expulsión antes que una apertura ante lo diverso.

Preguntamos, entonces, por qué el día anterior se habían abierto esas rejas y hoy no nos dejaban pasar, preguntamos y las cerraron, argumentamos y llegaron más efectivos. Decidimos entonces acatar la norma aunque sea injusta y sin sentido y empezamos a circular en torno a la Pirámide de Mayo como nos enseñaron nuestras abuelas. De ellas aprendimos a habitar el espacio público oyendo las ordenes absurdas para hacerlas otra cosa, para hacerlas rebelión, para hacerlas resistencia. Y como una polifonía de tiempos encontrados Eduardo Rinesi me llega como certeza desde su libro “Buenos Aires salvaje” donde analiza la ciudad en los 90, él dice: “circulando en redondo, las madres aceptan y transgreden –aceptan para transgredir- el imperativo motriz de la ciudad: circulan sólo para no moverse, caminan sólo para quedarse allí, giran en redondo apenas para permanecer en la plaza. Es así como subvierten también, la nueva metáfora de la ciudad como pista, porque ni la velocidad ni el sentido de su marcha son las que a ésta le convienen”.

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Si algo aprendemos en las Asambleas, en las memorias, en los lazos que se traman, en lo colectivo que piensa, se pregunta, pasea, hace radio, escribe poesía, canta a los gritos un tema de Gilda cosas que pasan cada domingo en la Olla Popular Guillermo Leckie, y que pasan en tantas otras latitudes, aprendimos entonces que lo más político que tenemos es el pasado como fundamento de nuestro presente. Y me permito apuntalarme de nuevo en las palabras de Rinesi “las madres violan las reglas de la ciudad neo-liberal porque su anticirculación es circulación para permanecer ahí, en la Plaza, obstinadamente idénticas a sí mismas, marchando en redondo hacia ninguna parte. Sus vueltas en torno a la pirámide tienen el tiempo de la eternidad y la forma de un abrazo. Es por eso que las leyes de la historia, de la modernización, del progreso no les son propicias: porque ellas no convocan a preservar la memoria, sino que exigen sepultarla, y no invitan a abrazar la ciudad, sino a superar los obstáculos abriéndola a una forma diferente –lineal, rectilínea, unidireccional- de circulación, a la velocidad, al futuro”. 

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Entonces, más que nada, sabremos que cuando demonizan al pasado hay que sospechar, que entienden lo que dicen cuando nos piden el voto “para no volver nunca más al pasado”,  porque somos nuestra historia, somos el 2001, somos Malvinas, somos el Cabildo abierto, cargamos las marcas de dictaduras sangrientas, de torturas, de violaciones, de robos de bebes, de usurpación de terrenos, de injusticias legalizadas, de genocidios llamados campaña y de poblaciones enteras llamadas desierto, somos las rebeliones de esos esclavos que lograron su libertad, también somos eso que se levantó para dejar de ser colonia, somos las abuelas bramando y de ellas aprendimos a marcar con nuestro movimiento un surco en el piso, en la memoria colectiva, en el presente que diga, aún en estos contexto represivos y violentos, existimos las revoluciones.

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