Cuando Evita enamoró a los Descamisados Españoles

Por José Luis "pepe" Berra/ Periodista y Escritor.
No le gustaba. Francamente, no le caía nada simpática la manera despectiva con que la Gorda –que así la llamaba en la intimidad- se refería a los obreros. La mujer veía “rojos” por todas partes y a Ella le molestaba. Perón le había pedido especialmente que fuera amable en su gira. Por eso, ella evadía responder pero todo tiene un límite. Y los límites de Evita (ya sabemos) se encontraban rápido. “Me aguanté un par de veces, hasta que no pude más y le dije que su marido no era un gobernante por los votos del pueblo sino por la imposición de una victoria. No le gustó nada”, diría en su regreso al país.
A la calamidad de la guerra civil y el triunfo de la dictadura de “Paquita, la culona”, le siguieron unos cuantos años de sequía. La maldición se ceñía sobre la España “devota de Frascuelo y de María”, al decir del poeta en el exilio. La hambruna amenazaba. Cada español tenía derecho a una ración de pan de entre cien y ciento cincuenta gramos por día. Además, apenas finalizada la guerra mundial, el mundo le daba la espalda a Franco desconfiando de su abierta simpatía con el fascismo. Perón le tendió la mano. La razón política lo presentaba ante el mundo en una “tercera posición”, despegándose de Estados Unidos y Rusia, y la razón económica le permitía vender alimentos a cambio, fundamentalmente, de utilizar puertos francos desde donde distribuir los productos argentinos en toda Europa. La misión de consolidar esos acuerdos estará a cargo de Evita.
La estadía de la primera dama en tierras españolas no fue fácil. Más allá de las pomposas ceremonias y la deferencia en el trato con que se desvivía el Generalísimo, desde el primer momento Evita sintió el malestar en su visita. En los actos protocolares se mostraba como la primera dama argentina y hablaba de los lazos entre ambos países pero, en privado, aprovechaba para lanzar sus dardos. Para colmo de males, doña Carmen, la Gorda, era su sombra. Tuvieron que padecerse ambas en los 18 días de su visita a España.
A su llegada a Madrid, el Palacio de Oriente se vistió con toda la fastuosidad para recibir a tan honorable visita. La flor y nata de la España franquista poblaba la residencia, en donde se iba a galardonar a la invitada con la Gran Cruz de Isabel la Católica. En las afueras del palacete, una multitud soportaba el calor de ese fin de primavera para poder verla a Ella. Al término de la solemne ceremonia, Evita se acercó al balcón. La muchedumbre bramó a su saludo agradecido. En ellos veía a sus grasitas. Pueblo con los mismos sufrimientos y anhelos.
Giró y se dirigió al presidente Francisco Franco; lo lisonjeó: “La rabia que le va a dar al gringo Truman de vernos juntos”. La mueca cómplice del dictador se desdibujó cuando Ella se acercó al oído y lo desafió: “Siempre que desee atraer a una multitud, lo único que tiene que hacer es llamarme”. Tras cartón, sin dejar elaborar una respuesta a su sorprendido interlocutor, hizo un pedido que descolocó a propios y extraños: Quería que la llevaran a conocer las chabolas, los barrios pobres de Madrid. Evita se paseaba entre los humildes, conversaba con ellos, indagaba sobre sus necesidades. De cerca, la seguía doña Carmen. De sus labios salía una sonrisa forzada y en su mirada se advertía la mutua desconfianza que se tenían ambas mujeres.
La Perona, como la llamaron los españoles, hablaba sin tapujos de sus “descamisados españoles”, se quejaba de que “haya tantos ricos y tantos pobres, las dos cosas al mismo tiempo” y hasta se animó a decir, durante su visita al monasterio del Escorial, “Podrían dedicar este enorme edificio a algo útil, por ejemplo una colonia para niños pobres. ¡Se ven tantos!”. Evita desplegaba toda su capacidad de atracción entre los españoles. Se sabía querida por el pueblo y usaba ese poderío para enrostrarlo a las autoridades.
La Franca envidiaba la belleza y la juventud de esa mujer pero, por sobre todo, odiaba ese magnetismo que despertaba en el pueblo y ese discurso populista que la acercaba peligrosamente a los rojos. Esa Evita la ponía permanentemente en ridículo. En el nuevo tiempo de la falange, la mujer debía tener el rol de “la perfecta casada”, su ámbito era el doméstico y allí debía reinar. La Carmen Polo ejemplificaba lo que debía ser una dama falangista. Sin embargo, Eva les hablaba a las mujeres de España diciéndoles que el siglo XX se conocería con el nombre del “Siglo del feminismo victorioso. La revolución social a que asistimos en esta hora de veloz transición, alcanza no solo al obrero, quien reclama justamente se le considere dentro de la sociedad como persona humana informada por un alma trascendente y eterna, sino también a la mujer, la cual exige todos los derechos imprescindibles para el desarrollo de sus poderosas virtualidades.”
Juana Doña, militante comunista, tenía 29 años y su destino en el penal de Madrid era un pelotón de fusilamiento. La Guerra Civil le había dejado un marido fusilado y una beba fallecida. Y ahora, ella misma esperaba su ejecución. Alexis, su otro hijo, impulsado por la familia y por la popularidad de la ilustre visitante, le escribe una carta. "Señora Eva Perón, por favor, a mí me han fusilado a mi padre y ahora van a fusilar a mi madre", le suplica. Evita hace a las gestiones ante el Generalísimo y logra conmutar la pena capital. La comunista nunca conoció a la peronista, tampoco nunca pudo agradecerle por su vida.
Fue el último gesto de Eva Perón en España. Continuando su gira del “Arco Iris”, partió hacia Italia y el Vaticano, donde proféticamente monseñor Roncalli (tiempo después se convertiría en el Papa Juan XXIII) le dirá: “Dedíquese sin límites” a la tarea de ayudar a los humildes pero “Acuérdese que el camino de servicio a los pobres siempre termina en la Cruz”.