Perón sí, otro no

Por Federico Tártara
Ya volvemos en el camión desde la Zanja. Ha caído la noche muy lentamente. Vengo adelante mirando para el horizonte, de costado. Me dejan porque soy el más chico. Mi mamá, mi papá, atrás en la caja. El arenal hace bailar el camión que busca infructuosamente un dibujo que ha desaparecido. La oscuridad se hace carne en mis huesos, tengo miedo. Por momentos, lo único que me mantiene a salvo de no caer en las sombras, es el ruido del motor. Una y otra vez, me despierta, me alienta. El camioncito no se va a parar acá. Pasamos Trenque Lauquen y nos llama la atención que no hay un gramo de luz, nada de nada. Los negocios cerrados, y un silencio de locos. Nos metemos por calle Oro hasta el fondo y, al pasar por la Iglesia, notamos que no han dado misa. Hoy es 20 de Septiembre de 1955, y aún no sé qué algo terrible le ha pasado al pueblo argentino.
Seguimos firmes por el Camino Real. Desde que mi Papá me dijo que esa era nuestra ruta en mi mente empezaron a volar carruajes y reyes y reinas, hombres de galera y bastón, como en las revistas que nos dan en la escuela. Chichi Jaureguizar con apenas 16 años maneja el viejo Belford, que tose a cada rato por un humo negro y con olor a petróleo. No sabía cómo era ese aroma, y creo que aún no lo sé, pero escucho a los viejos mecánicos que dicen que es así. Y, entonces, así será. Me llamo Pedro Raúl Tártara, tengo apenas 10 años cumplidos el pasado 17 de Agosto de 1955. Día de San Martín, el Libertador de América, y aún no sé qué en esta vida voy a tener 4 hijos.
Estoy contento, tengo una sonrisa marcada desde que salí, y la mantuve por 48 horas. Todo me sorprende, todo lo admiro. Me prometí hacer un esfuerzo para guardar cada detalle, cada palabra, cada imagen y después usarla a como se me dé la gana. Y los recuerdos los grabo porque me sirven cuando bombeo el agua, ahí lo uso. Me dispersan, me pierden, me vuelan; me olvido del esfuerzo y entro en el movimiento mecánico y dejo de ser un niño que le duelen los brazos y las piernas por el enorme esfuerzo físico, soy alguien que bombea agua. Después tengo que agarrar el carrito y me voy y reparto el agua entre casas que aún no tienen red de agua potable. Les lleno la bañadera a las viejas, llenitas de agua. Aguita fresquita. Y a veces voy a la cancha y vendo agua. Me pongo con el carrito… un vaso. Viene la gente. Toma y me dan un par de chirolas. Junto, para mamá y para papá, y para mi pequeña hermana Cleri.
La otra vez no trabaje. Fui a la cancha, y entre con el Facho Sartirana. Aparezco en la foto, con un jopo alto, como sorprendido, muy feliz. Tengo una bolsa en la mano. El Facho con el botiquín, pegado a sus piernas, donde se deja leer “La Luisa”. Tiene puesta una boina, y mira fijo la cámara, y tuerce la boca de forma rara.
Ahora pienso en Mafalda y en José. En chicha y pachaco. El sobrenombre de mi viejo, es muy lindo, original. El de mi mami es más que nada cariñoso.
Volvemos al viaje. Los tíos van indicando -cual guías turísticos- los nombres propios y apellidos dobles para propiedades verdes y ricas en ganado y cereales que nunca habían visto en su puta vida. Como pueden hablar tanto, como pueden recordar tanto, me pregunto. En un puñado de minutos aparecen nombres de perros, mezclados con formas de sacarse el dolor de panza, mixturado con ficciones sobre la luz mala. También, aparece, un molino de estanque sin agua o un ranchito de mala muerte con baño al fondo de las estrellas y apenas una tela en su puerta. La tierra de la entrada: pura tosca, color gris acero, nutrida de minerales que no son bañados por agua desde hace varias campañas. Aquí, en estos campos, nunca hubo reforma agraria.
Ni que hablar de las salitres, a la vera de la vías del tren, mucho antes de que la ruta 5 tuvieron que torcerse por pedido irrestricto de quien fuera un tremendo milico asesino: Alejandro Agustin Lanusse.
Lo cierto es que cuando llegaron a Beruti, después del casamiento, el pueblo estaba a oscuras. Y el abuelo, sorprendido, fue hasta la fábrica y preguntó si se trabaja mañana, como una excusa para conocer algo más de esa intuición que le quemaba las manos.
-Cayo Perón, le dijeron.
Unos años después Frondizi conformó la UCRI, y el abuelo se sintió muy mal. Eso le pegó verdaderamente mal. Le desató un montón de contradicciones internas, acerca del apoyo del radicalismo con Perón y su pacto a través de la dupla Frigerio-Cooke.
Cuentan que se lo cruzó a Tito Lasca en el club “Giat”, y el primero le dijo: “José cruzate, venite con nosotros”, haciendo referencia al espacio desarrollista. A lo que él abuelo contestó violento: “Tito, no me jodas porque no tengo problemas en dejarte la rastra marcada en la espalda”.
No sé, sí el abuelo, era bravo, o los tiempos eran bravos.
Perón sí, otro no
Bien, la historia era así. Cuando el peronismo ganaba votando en blanco en Beruti, donde eran todos peronistas -salvo el abuelo, tres más y un hombre, un tal Elaisega, que venia en sulky de un campo vecino- miles de personas iban a gritar cosas feas y no tanto al comité que ya no está en calle Bernardino Rivadavia y Belgrano.
Dicen que el abuelo resistía parado en la esquina. Pobre.
-Perón si, otro no, cantaban esperanzados los obreros de la fábrica Giat y Bat.
Armados con pirotécnica y fuegos de artificio que accionaban a atravesar de un caño hueco que Poroto movía como esos soldados que marchan primero, con la bandera o un sable, cuando hay desfiles.
-Perón si, otro no
Gritaban las señoras de la fábrica como grito ya desesperado para que vuelva el amor y la igualdad.
-Perón sí, otro no.
Y Beruti era una verdadera fiesta, en plena dictadura de Rojas y Aramburu.
Y ya sobre el final. Alguien, en un arranque de locura, le metió un caño en la ventana de la casa del abuelo, frente a lo de los Fernández.
“Nosotros estábamos adentro con la abuela y la casa tembló. Nos tiramos al piso” dice hoy mi viejo, Pedro Raúl,casi 60 años después.
El Beruti de todos los tiempos
“Yo viví en el Beruti de todos los tiempos”, suele decir Héctor “Pachano” González para describir un trazo de historia que tiene al pueblo como hilo conector, como condición indivisible donde no hay tiempo, sino que la totalidad puede recorrerse como quien mira una pantalla de cine, bien grande. Entonces, entran a proyectarse los capítulos de un pueblo signado por la llegada de los circos gitanos, por el cambio que dejaban las buenas y las malas cosechas, el de la política, el de las inundaciones, el de Giat y el de La Luisa -de las rivalidades-, el de las fábricas, el del campo, el de todos todo. Ahí, hay una clave para pensar el retrato de las individualidades y su tiempo. Su contexto.
Eso es un poco también, la historia de mi abuelo, José Tártara. Mi abuelo era radical. Y su historia es un poco larga. Sucede que el Viejo José se hizo de los de Hipólito Yrigoyen en la década del 30, cuando al viejo “peludo” lo derrocaban una banda de delincuentes que estaban solamente amparados en sus fierros y bártulos de segunda mano. Fue el punto hondo de las tristezas.
Se había hecho de ese palo político desde el lugar defensivo. Cosa que después le pasó a los peronistas. Digamos: no es que mi antepasado se leyó a Don Leandro N. Alem, Yrigoyen, que tenia copia por escrito de las batallas de la Revolución del Parque, de las escaramuzas del ´05, de los 40 patriotas asesinados por el régimen en la Masacre de Pirovano, o que blandia a los cuatros vientos una cerrada defensa de los radicales por la “Semana Trágica” o “Los fusilamientos de obreros de la Patagonia”; sino que era sentimiento, como todo en esta vida.
Esa postura, además, era enrolarse en el bando de los que te defendían de los que te querían sacar el plato de comida mientras ellos cabalgaban hectáreas y hectáreas de campo vomitando riquezas a diestra y siniestra. Que hijos de yuta. La interminable historia nuestra, que aún hoy padecemos.
Y se resume en esta frase que alguna vez se ha dicho: “los conservadores venían, y nos pateaban la parrilla del asado”. Esa imagen, o mejor dicho, esa acción me dio vueltas interminablemente durante gran parte de mi infancia. Mi abuelo sentado en la noche cerrada, un fuego, un trago que pasaba en ronda, la llegada de los señores conservadores, la parrilla que volaba, y el abuelo que saltaba hacia atrás a lo Juan Moreira, de Favio, o como Martín Fierro, pero que nunca llegaba a sacar el puñal. Así, seguramente, era el abuelo. Y estoy convencido que sus amigos, también.
Lo cierto es que él radicalismo popular llegó a tener una gran adhesión entre los hijos de chacareros, venidos del Piamonte Italiano, y que se sobrevivían a duras penas en el interior de la provincia de Buenos Aires. En la llanura, pampeana. Ahí no había anarquistas, sino que era el radicalismo el que resistía. El paisano –llegó a tener el apodo de Pachac, que luego mutó en Pachaco- se tuvo que tragar la vida jodida desde muy pequeño, cuando todo lo que comía apenas era un poco de polenta cortada con hilo, una y otra vez. Tiempos donde se cantaba "cero mata cero, cero mata cero, todo para Guazzone y nada para el chacarero…”, como cuenta la historiadora Elizabeth Covino en su tesis de egreso.
Así las cosas el hombre, atravesó gran parte de su periplo por la política argentina. También le llego el peronismo, y lo curtió con la abuela trabajando en la fábrica. Siempre lo resistió, aunque por momentos como quien resiste una tentación. ¿A qué tendría ganas de perder el Abuelo?
A que Perón sí, y que ese otro, ese otro nunca llegó.