Una bicicleteada para ponerle un freno a la contaminación por agrotóxicos

Por Pablo Carabelli
Una cosa es verlo desde afuera, otra es incluirse en la actividad. No hay manera de darse cuenta, como observador “de costado”, qué se experimenta cuando uno se arriesga a ser parte de la búsqueda de un futuro mejor para todos.
Desde afuera podrá evaluarse el hecho en términos numéricos: 25 participantes, que sólo por el suplemento de otras tantas bicicletas ocuparon muchos metros de calle o de vereda. Dentro del grupo reunido en una mañana de domingo que amenazaba lluvia, en cambio, se multiplicaron las preguntas y los pareceres.
Observando a este grupo heterogéneo de ciclistas, poco deportivo en promedio, cualquiera podría suponer que estaban dejando pasar tiempo sin mayor provecho. Sin embargo, en medio de tanta rueda y pedal, la atención de los mayores y los menores, es decir la concentración que permitía escuchar algún fundamento del riesgo que corremos todos los trenquelauquenses, resultaba insólita en tiempos de teléfonos móviles que se llevan la mayoría de las miradas, incluso en la vía pública.
Se dijo que en las anteriores Bicicleteadas por la Salud ambiental (2010 y 2012) sólo los ejemplares de paraíso (Melia azedarach) y de arce (Acer negundo) mostraban claramente el daño producido por las derivas de herbicidas fenoxiácidos como 2,4-D, dicamba y 2, 4-DB. Pero lamentablemente eso también cambió para mal, como el país en general: a lo largo de unas pocas cuadras se fueron sumando especies arbóreas malformadas por aquellos venenos, engrosando la lista hasta llegar a casi veinte especies cuyas hojas se retuercen, o se alargan y afinan en arabescos macabros.
Cualquier amante de la naturaleza, viendo la realidad que observamos cotidianamente en Trenque Lauquen, podría exclamar: “¡Pobres plantas!”. Pero a ese lamento hay que agregar otro, que nos incumbe muchos más directamente. Porque si arces, paraísos, plátanos, fresnos americanos, sóforas, olmos, cafetos o falsos café, ombúes, palos borrachos, glicinas, jazmines, parras locas, árboles del cielo, ginkgos y acacias de Constantinopla están “a la miseria” por las derivas de herbicidas hormonales, nosotros también. Se sabe desde hace rato que 2,4-D afecta a la glándula tiroides, deteriora el desarrollo neurológico de animales juveniles, aumenta chances de sufrir diabetes, e incrementa las probabilidades de sufrir linfoma no Hodgkin y otros procesos malignos en tejidos blandos, por nombrar algunos de los efectos crónicos que induce.
Al menos al 2,4-D (como al dicamba y al 2,4-DB) habrá que agradecerle lo “alcahuete” que es, al deformar tallos y hojas que delatan su llegada a la ciudad. Porque no debemos olvidar que en los diez árboles analizados por el prestigioso Laboratorio PRINARC de la Universidad del Litoral había residuos significativos de atrazina, herbicida que acá se usa alegremente mientras en la Comunidad Europea está prohibido desde hace años por lo temible que es desbaratando equilibrios hormonales en animales (es uno de tantos agrotóxicos catalogados como “disruptores endócrinos”).
En el aparentemente reducido grupo de “bicicleteadores” (que pedalearon por la salud de los miles y miles que no estaban) circularon grandes volúmenes de información y de conciencia. Se dijo que la primera gran mentira de las compañías químicas que fabrican venenos es que nos quieren convencer de la especificidad de sus productos: nos publicitan que un herbicida sólo dañará plantas, un funguicida únicamente afectará hongos, un acaricida sólo enfermará garrapatas, y un insecticida matará en exclusiva insectos. Todas mentiras, porque compartimos (las plantas, los hongos, las garrapatas y los insectos) el mismo tipo de célula, con vías metabólicas conservadas a lo largo de miles de millones de años. La evolución de la vida es muy “resultadista”: aquello que funciona no se cambia, por lo que hay en nuestro organismo procesos que también ocurren (ocurrían desde mucho antes) en otros seres vivos que, en engañosa apariencia, nada tienen que ver con los Homo sapiens.
Desde afuera, algún vecino habrá murmurado: - ¡Qué le pasa a esta gente, por qué no aprovecha su tiempo de domingo a la mañana haciendo algo útil!
Desde adentro, los participantes, que compartimos sonrisas y calor humano a pesar de la realidad pavorosa que nos marcan nuestros aliados los árboles, nos fuimos pensando: - ¡Vaya que valió la pena, una vez más!